viernes, 3 de abril de 2009

PARA PENSAR Y CRECER

Alejar la masculinidad del machismo
Mónica Zalaquett
Si queremos una sociedad más pacífica, tolerante, saludable y próspera, no hay tarea más urgente que formar en los niños, adolescentes e incluso en adultos, una masculinidad distanciada de las concepciones machistas tradicionales.

Para que ello sea posible, los hombres tienen que reconocer que nada destruye más sus vidas y garantiza su infelicidad que el ejercicio de los roles machistas. Los hombres deberían comprender que ellos son tan víctimas de la cultura patriarcal como las mujeres, en vez continuar pretendiendo que son beneficiados por el abuso de poder, la promiscuidad sexual y el comportamiento autoritario.

Cuando un conflicto deriva en violencia, sea en el ámbito familiar, escolar, comunitario o en enfrentamientos de mayor envergadura, como los conflictos bélicos, los hombres también sufren las consecuencias, sean víctimas o hayan actuado como agresores o victimarios. El odio hacia las mujeres que deriva en agresiones y crímenes, así como el incremento del feminicidio en Nicaragua y la región, es espeluznante, pero el destino de los agresores también es trágico: la repulsa social, el descrédito y rechazo familiar, la cárcel, las adicciones, las secuelas físicas y psicológicas, las enfermedades y las muertes prematuras por enfermedad o violencia. Es bastante cierto aquello de que “el que a hierro mata a hierro muere.”
Pero las consecuencias de la violencia no sólo destruyen directamente sino también indirectamente, afectando a los familiares de los agresores y las víctimas y en realidad a la sociedad entera. Por ejemplo, los costos directos de la violencia incluyen la Policía y seguridad privada, los costos por juicios, la atención en salud, los servicios sociales, los costos indirectos tienen que ver con la pérdida de ingresos, el aumento en la mortalidad y la morbilidad, y la baja en la productividad. Hay costos intangibles, como el dolor y el sufrimiento, el aumento de la ansiedad e inseguridad de la ciudadanía, y hay efectos multiplicadores de la violencia, como la erosión del capital social, la transmisión intergeneracional de la violencia o la baja en las inversiones.

Sin contar con el tremendo impacto de las guerras en la economía y el inmenso costo de la producción de armamentos que hunde en la miseria a los más pobres. Por ejemplo, el aumento de la partida del presupuesto para defensa de los Estados Unidos en el año fiscal 2002, ascendió aproximadamente a 50 mil millones de dólares, más o menos la misma cantidad que la suma total de toda la cooperación internacional al desarrollo de los países ricos a los países pobres.

Un ciudadano común debería saber que el sólo hecho de tener un hijo constituye un factor de riesgo para ese pequeño que llega a un mundo donde los hombres mueren en proporción siete veces más que las mujeres en forma violenta. Sin embargo, ignorante de ello, ese ciudadano entrena desde pequeño a su hijo mediante el uso de armas de juguetes y otros juegos violentos para una muerte prematura.

La cultura de género oscurece completamente estas realidades, y presenta lo indefendible como normal. Es evidente que la inmensa mayoría de quienes matan y mueren en actos violentos, lo hacen motivados de una forma u otra por las presiones de género, pero nos hacen creer que mueren como “valientes” o para no aparecer ante los demás como cobardes.

En otras palabras, no basta nacer hombre, sino que se debe pasar la vida entera demostrándolo, principalmente a través del ejercicio de la violencia. Si un niño en la escuela se resiste a entrar en un pleito o a golpearse con otros niños, se arriesga a recibir la burla del grupo que le gritará calificativos como “cobarde”, “cochón”, “mujercita” o cosas por el estilo. Si un adulto es provocado en un lugar público y evita el conflicto, también se arriesga a ser ridiculizado por quienes le rodean, incluyendo a las mujeres, si están presentes.

En la cultura patriarcal se exige que los hombres demuestren su hombría con su vida. Por ejemplo, en el caso de las pandillas, cotidianamente los jóvenes son asesinados o heridos, para evitar ser llamados “peluches”. Y demostrar de esa forma su “hombría” les cuesta, como ellos mismos dicen, ir a la cárcel, el hospital o el cementerio. Es evidente que un hombre muerto en actos violentos no murió en realidad por valentía, sino por miedo a lo que piensen los demás, o dicho de otra manera, por el peso que ejerció en él la mentalidad machista y patriarcal.

Las formas en que los hombres sufren cotidianamente el dominio de la cultura de género, son variadas y complejas, pero sin dudas la peor de todas es tener que arriesgar o dar la vida para demostrarlo. Y no sólo través de la violencia, sino con actitudes irresponsables y autodestructivas, como no protegerse del Sida, no acudir al médico regularmente, no cuidar la salud, consumir drogas o alcohol, entre muchos otros comportamientos de género.

Hay que decirlo claramente: debería ser una absoluta prioridad en las políticas de Estado, especialmente aquellas relativas a la educación, la salud, la juventud y la familia, en los temas relevantes que atienden la sociedad civil y la cooperación externa, en los enfoques económicos y de combate a la pobreza el fomento de una masculinidad distanciada del machismo y de una paternidad responsable. Muchas personas han comentado que si así fuera, se transformaría de inmediato la situación familiar y se abrirían las posibilidades de verdadero progreso en la sociedad.


*Directora Centro de Prevención de la Violencia

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